viernes, 17 de septiembre de 2010

La meta

Parte XIV:

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A bordo de la Citroen Berlingo los tres ocupantes volamos sobre el desierto esquivando piedras y agujeros, así como cabras, camellos, ovejas, vacas y algún que otro niño suicida que surgido de la nada, nos intercepta con el objetivo de conseguir bolígrafos, caramelos o globos.

La máquina va perfecta y parece prácticamente indestructible, su pequeño corazón de 1.4 litros parece empeñado en llevarnos a meta a una velocidad record. Por el camino en cambio, muchos coches averiados que inútilmente me esfuerzo en reparar. El mal estado de los caminos y la cantidad de kilómetros acumulados pasan factura y los cada vez más desvencijados aparatos se arrastran lentos casi empujados por sus dueños tratando de alcanzar la capital. El desierto en cambio es implacable y no parece dispuesto a permitirlo por lo que desgraciadamente la mayoría de ellos no lograran su objetivo.

La convivencia con mis nuevos compañeros resulta realmente sencilla y la posibilidad de comunicarme en castellano-catalán me resulta todo un alivio.

En buena compañía, entre bromas, anécdotas y baches, disfrutamos de cada kilómetro de éste peculiar país. Los paisajes que con una inusual nitidez se extienden hasta el horizonte, parecen obra de algún alocado pintor que con tan solo tonos marrones y mustios verdes habría conseguido una sorprendente combinación capaz de dejarnos extasiados observándolos durante largos, larguísimos ratos.

A pesar de que la densidad demográfica de este país es irrisoria, a menudo aparecen en el paisaje puntitos blancos que no son sino “Gers”, circulares construcciones móviles donde viven familias nómadas dedicadas al pastoreo. Antiquísimos vehículos de la URSS cortan también el paisaje con las enormes estelas de polvo que los persiguen y peculiares personajes de edad indeterminada apostados sobre las rocas que rodean los caminos o sentados en viejas ruedas abandonadas aparecen de vez en cuando observándonos con curiosidad desde detrás de sus enormes pipas de fumar.

Los pobladores de éste peculiar país son gentes sencillas y amigables, parcos en palabras y poco dados a la comunicación en las ciudades y más atentos en zonas aisladas. Su curioso estilo de vida parece sobrevivir en un frágil equilibrio entre la simplicidad propia de su forma de vida nómada y la tecnología de las grandes urbes que no obstante no logra enturbiar sus extrañas tradiciones, costumbres e indumentarias.

Los días pasan casi tan veloces como los cientos de kilómetros de estepa que vamos dejando atrás. La cercanía de la meta se palpa en el ambiente y una extraña inquietud se apodera de nosotros cuando la indómita pista de tierra sobre la que hemos rodado los últimos 1500km se transforma en carretera, síntoma inequívoco de la inminente llegada a Ulan Bator.

Los nervios afloran imparables al compás de cada uno de los 370km que nos separan de nuestro destino. No en vano llevamos casi un año preparando ese momento y muchos, quizás demasiados días deseando que llegue. Los tres ocupantes de la Mongoleta tratamos de olvidar la presión que sentimos en el pecho, la sequedad de la boca y el tembleque de las rodillas y al unísono aguantamos la respiración cuando cruzamos bajo el enorme cartel que con letras rojas reza: ULAAN BAATAR.

Una indescriptible mezcla de sensaciones y sentimientos enfrentados me abordan cuando tras casi una hora perdidos por la ciudad alcanzamos por fin la línea de meta y es que tras casi cuarenta días de viaje con enormes dosis de alegría, terribles momentos de angustia y una interminable lista de caras, culturas, paisajes e idiomas uno se espera algo más que aparcar junto a un bar donde media docena de ingleses beben cerveza a precios desorbitados y donde nadie hace siquiera una mueca de interés hacia lo que para ti es la conclusión de la mayor aventura de tu vida.

El monstruo ha sido derrotado, el gigante que durante tantos meses ejercía de adversario ha caído produciéndome un vacío, que mezclado con la ilusión de una meta alcanzada y las inmensas ganas de volver me mantienen en un estado de confusión durante los tres días que permanezco en ésta ciudad. Tiempo más que suficiente para disfrutar de su horrible arquitectura, lo rancio de sus habitantes y la desesperante indiferencia de los organizadores del rally. Con la sonrisa en la boca, nos dirigimos no obstante al aeropuerto el cuarto día, con la sensación de haber estado en un paradisíaco lugar, y es que la alegría de haber llegado no se borrara tan fácilmente y son muchos los buenos recuerdos que asimilar.

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