viernes, 26 de abril de 2013

Amarillo: “Yo me quedo aquí”



   Es temprano cuando partimos de Agoudir. Abandonamos el bonito “camping” (mas bien un hostal), no sin antes negociar algunos souvenirs con el peculiar individuo que lo regenta.
   El motor del pequeño amarillo ruge lleno de energía hoy, el trabajo de la noche anterior parece haber sido efectivo  y emprendemos la marcha felices por ello.

   Tras la reunión de la noche anterior, hemos decidido abandonar la idea de bajar al desierto y hemos tomado la determinación de minimizar el off-road.  El tiempo apremia y la salud de nuestro amigo amarillo es delicada. Nos quedan aún más de dos mil kilómetros y hemos de cuidar las mecánicas.  Nuestro nuevo plan consiste en avanzar hacia Marrakech para tratar de llegar a Essaouira a la jornada siguiente, desde allí enfilaremos la costa y comenzaremos a subir lentamente hacia el norte.

   Atravesamos las espectaculares gargantas de Todra, mientras nos alejamos apenados de los inigualables parajes del Atlas.  Inmensos palmerales comienzan a aparecer en los llanos y áridos paisajes que sustituyen a las verticales laderas del pasado día. El polvo y la arena  nos harán compañía hoy.

   Las  carreteras mejoran notablemente, la orografía del terreno permite mejores infraestructuras y el clima, más benigno, las mantiene en mejor estado. Avanzamos veloces por las interminables rectas que atraviesan las bastas, bastísimas llanuras arenosas que se pierden en el horizonte. Atrás, en la lejanía, las hermosas cumbres nevadas nos despiden apenadas, encogidas por la distancia.

   Nos adentramos en la “ruta de las kasbah “ atravesando bonitos poblados, pequeños oasis  que con sus construcciones tradicionales observan indiferentes el paso del tiempo, el lento golpeteo de los granos de arena que incesantemente golpean sus gastadas fachadas.

   Todos hemos observado el creciente traqueteo que nuestro amigo amarillo desprende, pero ninguno de nosotros parece querer hablar del tema. El vehículo funciona correctamente y no es sino cuando su rendimiento baja, cuando paramos a echarle un vistazo poco concluyente. Reemprendemos la marcha con la premisa de reajustar las válvulas al final del día.

  Tras varias horas de desértica conducción,  nuestro travieso amigo motorizado decide pararse. Nos encontramos atravesando Ouazazarte y la vetusta mecánica del pequeño aparato no parece tener intención de arrancar de nuevo. 
   Empujamos el vehículo a un lado y tras una reparación de urgencia volvemos a ponernos en ruta. Apenas 500 metros después volvemos a estar operando al moribundo aparato. 

   En sus casi 30 años de vida, el pobre amarillo parece haber sufrido toda suerte de averías. Son muchas las reparaciones que lleva encima y algunas, no son demasiado buenas. Eran otros tiempos y otra mentalidad, las cosas se reparaban para evitar en lo posible comprar piezas nuevas y contener así el precio de la reparación. Por desgracia, algunos de esos “trabajos de artesanía”, parecen haber superado su fecha de caducidad.
   Los tornillos que fijan el árbol de balancines a la culata, han sido “retocados” por al menos un par de “mecánicos” diferentes y tras la dudosa calidad de los trabajos, los años y la dureza del viaje, haberlos tocado el día anterior fue cuanto necesitaron para romperse del todo.

   Así pues, nos encontrábamos en la ciudad de Ouazazarte con un motor que precisaba de una intervención de gran calibre que con nuestros limitados recursos difícilmente podríamos llevar a cabo.

   Eneko y Lopez se aventuran en busca de soluciones con el coche rojo (Rosa) mientras que Iñigo y yo nos quedamos esforzándonos en un vano intento por encontrar una solución.
   La cosa no pinta demasiado bien y comenzamos a plantearnos la posibilidad de abandonar a nuestro maltrecho compañero de aventura.

Te lo cambio por el panda.
   Providencia, destino, Karma o simple casualidad que el motor muriese definitivamente en una ciudad, que un joven mecánico que volvía del colegio nos ofreciese su ayuda y que un peculiar personaje que se hacía llamar Manolito y que hablaba un buen castellano se acercase a echar una mano.  Más curioso aún que la expedición que partió en busca de ayuda volviese con la noticia de haber localizado una culata completa a un precio más que razonable.

   Remolcamos el inerte cubo de metal amarillo hasta el taller de nuestro nuevo amigo, donde llegamos a un acuerdo con su padre sobre el precio del cambio de culata. El trato está hecho, supuestamente tendremos la culata a las 10 de la mañana del próximo día así que no queda mucho por hacer hoy. 
   El taller, no lo es tanto. Es un minúsculo local repleto de toda suerte de piezas y fragmentos de coche, algunas herramientas desperdigadas y grasa. Más mugre de la que la gran mayoría de las personas sería capaz de soportar.
   En el reducido espacio, más reducido aún por el cúmulo de trastos, difícilmente podría meterse un coche. De hecho, difícilmente podría meterse una moto dejando espacio suficiente para apearse de ella.  Por tanto, el coche ha de dormir en la calle y al dueño del “taller” no parece satisfacerle la idea.
   Una marea de chavales y niños empujan el pequeño amarillo por las estrechas y laberínticas calles a un inexplicable y frenético ritmo, fruto del cual vamos poco a poco perdiendo fuerza motriz hasta acabar tan solo dos exhaustos burros empujando.  Abandonamos el cadáver en una campa junto a una gasolinera y aunque nos cuesta creer que las probabilidades de hurto aquí sean menores, no nos quedan demasiadas alternativas.

  Tras algunas extrañas peripecias al estilo benny hill, encontramos un hotel y cenamos en un extraño y grasiento restaurante. Nuestros principios nos obligan a huir de los comercios para guiris y la aparente falta de higiene es una parte del precio a pagar.  A pesar de ello, cenamos estupendamente y a buen precio.

   Nos acostamos agotados, el día no ha dado ni un minuto de tregua. En nuestras cabezas, muchas dudas, especialmente sobre la certeza de localizar una culata compatible en tan corto plazo.
  

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